No fui una niña que destacara en exceso. Al ser zurda, me costaba escribir haciendo buena letra y eso me restaba muchos elogios de mis profesores. Tenía dificultades para entender los problemas matemáticos con enunciados largos y con el inglés se me atragantaba en la pronunciación. Nunca logré tocar un instrumento con soltura ni dibujar un paisaje con buen trazo. A mí lo que me gustaba era escribir en una libreta todo aquello que se me pasaba por la cabeza, imaginar historias, crear amigos imaginarios. Eso me hacía sentir libre e inmensamente feliz, pero nunca me acercó a las puertas del éxito. Pocas veces sentí que daba la talla en el colegio o que lograba el reconocimiento que muchos de mis compañeros alcanzaban. Un éxito únicamente relacionado con las medias aritméticas obtenidas en las diferentes asignaturas. Donde poco se valoraba el esfuerzo o el interés por mejorar, las ganas de hacer cosas diferentes, la creatividad o el compañerismo.
Desde bien pequeños nos educan para ser mejor que los demás, para brillar pase lo que pase, para destacar, aunque no estemos preparados para ello. Para ser los primeros, para conseguir lo que nos propongamos sin titubeos, para no fallar. Nos inculcan la necesidad de ganar siempre, de competir sin miramientos, de mirar hacia los lados para que nadie nos adelante. Nos venden un éxito determinado por los likes que seamos capaz de conseguir, por la fama de nuestras acciones, por el número de seguidores que conseguimos obtener. Un triunfo que se publica a bombo y platillo, que se alardea, que crea deseo por su perfección. Un éxito estereotipado, confundido con tener un buen nivel económico, prestigio social o popularidad. Resumido en influencia, dinero o poder que genera constante insatisfacción y frustración. Enmascarado por un brillo erróneo con una hoja de doble filo que únicamente alimenta el ego y te vuelve vanidoso.
Vivimos en una sociedad donde no hay sitio para los segundos puestos. Donde todo el mundo solicita su instante de fama y parece que todos debamos ser exitosos emprendedores. Donde se valora únicamente la victoria, no el esfuerzo. Poco se habla de las derrotas, de los tropiezos, de las veces que nos va a tocar a volver a empezar de cero. De los que pierden, de los últimos de la fila, de los que no consiguen sus sueños. De los que se desmoralizan cada vez que fracasan y no son capaces de volver a empezar.
Todo sería mucho más sencillo si desde pequeños nos hablasen de un éxito bien entendido, ese que significa seguir trabajando aunque no se consigan resultados, en seguir creyendo en nuestras potencialidades cuando todo se tuerza. Ese que no nos obliga a ser excelentes en todo, que nos demuestra que los tropiezos son grandes maestros, que conecta nuestros intereses con la emoción. Sería más fácil si nos explicasen que al éxito se llega superando obstáculos, peleando, empequeñeciendo las excusas, las postergas, los por qué. Sin justificarnos en la mala suerte, en echar la culpa a otros. Cultivando la virtud de la paciencia, de la observación, la capacidad de valorar todo aquello que los demás consiguen. Luchando por nuestros sueños sin tener que esperar la aprobación de los demás, creyendo en el trabajo en equipo y en la necesidad de la adaptación constante. Todo sería más sencillo si nos empoderasen a crear una vida a partir de nuestras propias aspiraciones, necesidades o expectativas. Fuesen capaces de ayudarnos a descubrir nuestros talentos o potencialidades que nos hagan brillar.
Ojalá esta sociedad apostase por una educación centrada en explicar que el triunfo se consigue ejercitando la determinación, la curiosidad y el optimismo, sabiendo que caer está permitido, pero que levantarse es una obligación. Un éxito que se logra trabajando a diario, siendo valiente, apasionado, constante. Apostando por el compromiso y la perseverancia y muy alejado de la celebridad y el propagandismo. Un triunfo alejado del bien material, que pasa por sentirnos realizados con lo que hacemos, día a día, con el deseo que aporte valor a la sociedad. Que entiende la vida como una aventura en la que los errores y los fracasos son parte imprescindible del viaje.
Ojalá seamos capaces de enseñar a nuestros hijos que el éxito es ser capaz de ganarse el respeto de las personas que te quieren, comprometerse con todo aquello que te hace vibrar por dentro, no tener la necesidad de demostrar. Que un resbalón no significa una caída, sino seguir avanzando, que el verdadero triunfo es el que sale de lo que hayas aprendido cuando las cosas no han salido bien tan bien como esperaba sin que te aplaste la culpa.
Que triunfar es ser capaz de disfrutar de lo cotidiano, saber agradecer todo lo bueno que te ocurre, reír sin mesura, apreciar la belleza de los momentos o los detalles. Mirarte con dulzura cuando te pones delante del espejo, que te guste lo que haces y cómo lo haces. Mostrarte disponible para la gente que amas, exprimir cada pequeña oportunidad, encontrar lo que te gusta y hacerlo en exceso.
Que ganar es estar donde quieres estar con la mejor de las voluntades, ser quien quieres ser, disfrutar de lo que te gusta, estar enamorado de todo aquello que hagas aunque salga algunas veces salga revés. Resolver todo aquello que revolotea en nuestro corazón para poder sentir sin complejos.
Que vencer es saber que el deseo es el punto de partida de cualquier logro, que la magia se esconde en lo simple, que el éxito no se mide por el reconocimiento sino por el esfuerzo y la valentía. Ser capaz de ponerle nombre a todo aquello que sientes y hacerle frente, conseguir nuestra mejor versión.
Éxito es ser fiel a tus principios y valores, jugar limpio, comprometerte con tus obligaciones. Es un camino no un logro, es ser mucho mejor de lo que eras en el punto de partida.
Fuente: https://elpais.com